11 de octubre de 2010

El monasterio rosa (Completo)

Este es el que hace no sé cuantos berenjenal en el que me meto yo aquí por no saber tener la boquita cerrada y entrar al trapo al primer comentario (esta vez la culpa es de Mayte que fue la que empezó). Pero digo yo, si escribí de "Física cuántica", de "La Vida Social del Bonobo", de "La Vida Social de las Amebas", de "La Selva del blog" y no sé cuantas tonterías más, todo ello como consecuencia de algún "reto" vía comentarios, ¿por qué no voy a escribir de un Monasterio?, vamos ¡hasta ahí podíamos llegar!, así que, como cada vez que me tiro a la piscina, estoy con la pantalla en blanco y la cabeza en ebullición.

Tengo, que yo recuerde, que introducir en el relato del Monasterio en cuestión, pajarracos, cerdos, mayordomos, escoceses, frailes, monte, huerta y el color carmesí, así que, mézclese, agítese, buen potingue y a la olla, es decir, allá voy y salga el sol por donde salga y mis disculpas por delante.

Había una vez un Monasterio moníiiiiiiiiiiiisimo de la muerte porque nada en él era "normal". Resulta que, en sus inicios, aquello no era un monasterio sino lo que se llamaba una casa solariega situada en las faldas de Ricote, en la Sierra del Segura.

La casa pertenecía a una señora mayor, virgen y soltera, muy religiosa ella, y cuyo único heredero era un sobrino al que ella calificaba de muy "crápula". La señora, a las puertas de la muerte, mandó llamar a su amigo el notario y le dijo: "Pepe, toma nota que le voy a hacer un "regalito" a título póstumo a mi sobrino para que no me olvide nunca". Y Pepe, el notario, tomó nota e hicieron el siguiente codicilo porque la mujer no tenía el cuerpo para ir de notarías:

"Yo, María Esperanza Espinosa de los Olivares y Figueroa, en pleno uso de mis facultades mentales, dispongo por el presente codicilo que todos mis bienes deben pasar íntegramente a mi sobrino, D. Borja Mari Espinosa de los Olivares y Pérez de los Cobos.

Para ser beneficiario de ellos, será condición sinequanon que mi sobrino transforme la casa solariega de la Sierra de Ricote en un monasterio, reformando a su costa cuanto fuere necesario para ello y que dedique la huerta, los corrales y montes adyacentes a la casa para uso y disfrute del Monasterio y cuantos religiosos moraren en él".

Estaba cantado que la moribunda había leído a Mihura y su "Ninette y un Sr. de Murcia" y le gustó , si se descuida el sobrino Borja Mari le deja hasta una biblioteca religiosa.

A la mañana siguiente falleció la señora y se instaló el féretro en el salón de la casa y Borja Mari, como único pariente, se dispuso a recibir las condolencias de todos los asistentes. Uno de los primeros en llegar fue Pepe, el Notario, y Borja Mari, temiéndose alguna sorpresita de su tía, aprovechó un momento para decirle: "Pepe, por Dios, adelántame algo del testamento de mi difunta tía que estoy en un ay, miedo me da que se le haya ocurrido que me case para poder heredar" y Pepe, aguantando una sonrisa porque tampoco era plan que estaban en un velatorio y él era un tío serio, le dijo: "No, Borja Mari, descuida que no te tienes que casar para heredar".

Borja Mari respiró hondo y creyó haberse librado de lo que más se temía: "que su tía le obligara a casarse para heredar" pero no sabía el pobrecito la que le esperaba.

Pasó el día recibiendo las condolencias de todo el pueblo, salvo una pequeña escapada que pudo hacer a la cocina para, allí mismo, tomarse una taza de caldo de gallina que es lo que a Jacintaa, la vieja criada que acompañó a su tía durante toda su vida, le pareció que era lo apropiado para un luto, que hay situaciones en las que, según Jacintaa, tampoco se va a poner uno a hincharse a comer lo que le apetezca, un respeto a los muertos por favor.

De hecho cuando, al poco rato de fallecer la tía, Borja Mari bajó a la cocina con intención de tomar un tentempié, se encontró con Jacinta retorciéndole el cuello a dos gallinas y diciéndole a La Pepa (cocinera y lavandera de la casa) que hiciera con ellas un caldico bien espesico y el pobrecito, viendo la mirada de ella, tragó saliva y pensó que igual un día de semiayuno tampoco era para tanto.

Borja Mari le tenía miedo a Jacinta de toda la vida, más de una vez cuando, siendo pequeño, venía a pasar las vacaciones a casa de la tía, salió corriendo por los pasillos de la casona al verla. Jacinta era una de esas mujeres a las que, como en el chiste, le dijo la comadrona a su madre al nacer: "acabas de tener una soltera", tan poco agraciada era la probetica, coja, vizca, bigotuda, mellada, encorvada y con una mala leche que ya no se sabía si era congénita o adquirida a lo largo de su vida, una cosa como el jorobado de Notre Dame pero en mujer y huertana, aparte de con una mala leche que ya no se sabía si era congénita o adquirida a lo largo de su vida.

La pobre Jacinta empalmó un luto con otro y jamás se la vio con otro atuendo que un vestido negro y su delantal de medio luto como ella le llamaba, con unos bolsillos enormes, en uno de ellos un manojo de llaves, en el otro un rosario, una estampita de San Antonio, con el que, a pesar de su devoción, no debía estar en muy buenas relaciones porque con ella San Antonio de casamentero no ejerció, y un pañuelo de batista bien grande, de los de hombre. Eso sí, iba siempre muy limpia y con la ropa muy bien planchada y con su pelo recogido en un moño bien tieso, un rodete como ella le llamaba. Ella era algo así como un ama de llaves pero en plan rural, a tono con el entorno.

Iba a llegar la noche y con ella la casa se empezaría a llenar de gente y la explanada de la puerta de coches, por lo que Jacinta, gran amante del orden, le ordenó al Juaquinico que se quedara en la puerta y se encargara de que los aparcaran ordenadamente conforme fueran llegando. Previamente le hizo al Juaquinico bañarse y ponerse la ropa de ir a misa y, como si fuera domingo, porque los domingos era el único día que el Juaquinico se aseaba, le dio un trozo de estropajo de esparto y otro de jabón casero porque, según Jacinta, eso era lo único que podía sacar la roña y la peste a cabra y a cochino que echaba el Juaquinico.

El Juaquinico, que no entendía más que de cabras, cerdos, huerta y limoneros, se sintió incluso ascendido y, a falta de una buena gorra, una vez vestido con su ropa de ir a misa y con la piel roja por el estropajo, se caló el hombre la boina y se creía el rey del mambo pensado que, por una vez en su vida, iba a mandar él, aunque el mandato fuera algo tan simple como indicar dónde colocar los coches, pero es que el pobre Juaquinico no daba para más y, como lo único que había conducido en su vida era una mula mecánica que es como llamaba él al cultivador o motoazada que compró la "Señorita", pues lo de ver tanto coche "majo" la verdad es que le hacía hasta sentirse importante, ¡qué vida tan triste llevaba el probetico como le decía Jacinta!.

Y es que Jacinta en el fondo, muy, muy en el fondo, sentía un poco de aprecio por el Juaquinico, no en vano de jóvenes estuvieron tonteando y ella hasta pensó algún día casarse con él ante la Virgen de los Dolores. Pero todos sus sueños se vinieron abajo el día en que ella pensó hacer calostros, aprovechando que había parido una cabra, y arroz con leche y se fue, con sus jarras de aluminio en mano, al establo de las cabras y pilló al Juaquinico allí en una actitud...

Juaquinico pensaba en aquella tarde en la que Jacinta lo pilló haciendo aquello pero vio venir un imponente mercedes negro y, alejando de sí aquel pensamiento, se puso a dirigir el aparcamiento del coche.

Se bajó de él el director del Banco Hispano de Murcia, que llegó especialmente alarmado por si al "Señorito Borja Mari" le daba por sacar todo el dinero que heredara de su tía y llevárselo a algún banco de Madrid, así que al hombre le faltó llorar y por poco asfixia al pobre Borja Mari con el abrazo interminable que le dio para expresarle sus condolencias, y es que Borja Mari era un poquito enclenque aparte de, según Jacinta, un poco sarasa y raro, con esos pelos rojos que nadie en la familia tuvo jamás.

La casa ya estaba llena, entre las autoridades, los que habían venido de fuera y las comadres del pueblo en el salón dónde habían colocado el féretro de la "Señorita" no cabía un alfiler. Las comadres con el rosario en la mano, simulando que rezaban pero, en realidad, cuchicheando de todo y de todos, que si la mortaja no era apropiada, que si el Borja Mari debía llevar una cinta negra en el brazo, que si qué pena de joyas que llevaba la muerta, que si a Jacinta le había crecido la verruga de la nariz, aquello no tenía fin y ellas estaban en su salsa, eso sí, antes de cada crítica, decían aquello de: "Dios me libre a mí de meterme donde no me llaman pero digo yo que...".

Jacinta, que en realidad ejercía de "anfitriona" del velatorio, pensó que las doce de la noche era una buena hora para ofrecer un tentempié a los presentes que, al fin y al cabo, iban a pasar toda la noche velando a la "Señorita", así que dispuso en la salita de al lado una mesa con un mantel muy bien planchado y almidonado y, sobre ella, unas cuantas viandas y bebidas que ella consideraba que eran lo suficientemente serias para un velatorio y lo suficientemente consistentes como para hacer más llevadera una noche en vela.

Cuchicheando, les fue diciendo a las comadres que podían pasar a tomar algo y le dijo lo mismo a Borja Mari para que él se encargara de decírselo a los señores. Borja Mari, que estaba el pobre medio muerto de hambre, fue el primero, junto con Pepe el notario y el director del Banco Hispano, en ir a la salita y, al ver lo que había sobre la mesa, casi pierde los modales y se abalanza sobre ello.

Había puesto allí Jacinta unos rollicos de vino, mantecados de aceite, cordiales y un enorme bizcocho partido a cuadraditos, también había un gran termo con café, otro con leche, una botella de aguardiente, otra de vino dulce de Ricote y el Agua del Carmen por si le daba algún soponcio a alguna señora, cosa que solía ser muy típica en los velatorios.

De pronto se oyó un grito del Juaquinico seguido de un gran revuelo y el cuchicheo aumentó indecorosamente de volumen, salió Jacinta, dispuesta a poner orden, y se dió de bruces con lo más extraño que había visto en su vida, un hombre con falda escocesa y pelirrojo. A la pobre por poco le da un "colapsico", que es como llamaba a ella a un vahído, y le tienen que dar Agua del Carmen.

El caballero de la falda era, como es lógico, un escocés. Entró directamente hacia Borja Mari y pronunció unas palabras que le dejaron helado, a él y a Pepe el notario que también hablaba algo de inglés, le dijo: "¡Hello my son!" y casi lo desarma con el abrazo que le dio.

Borja Mari, entre lo apretado del abrazo, el día de semiayuno, y el que un escocés le dijera en el velatorio de su "tita" "hola hijo mío", empezó a sentirse mareado y no atinaba el pobre a contestarle al escocés.

Pepe, el notario, que sabía por dónde iba el asunto, decidió coger el toro por los cuernos y se encerró en el despacho con el escocés y Borja Mari y empezó a contarle a este su verdadera historia.

Borja Mari siempre había creído que era hijo del hermano de su "tita" y su esposa, fallecidos ambos en un accidente al poco de nacer él, pero nada más lejos de la realidad, él era en realidad hijo de la "tita", a la que se le suponía virgen y santa, y del escocés que se acababa de presentar en la casa.

Cuando consiguió recuperarse lo suficiente como para hablar, empezó a interrogar a ambos y consiguió saber que él en realidad fue "fruto" de un susto de su "tita" quien, en un viaje a Escocia en su juventud, hizo una travesía por el lago Ness y, creyendo ver a Nessie, se asustó tanto que cayó en los brazos del capitán del barco y, un ratito después, en su cama. Del "susto" nació a los 9 meses un niño enclenque (porque la tía llevó una faja durante todo el embarazo por la cosa de disimular) y pelirrojo, herencia de sus antepasados escoceses, y, como la "tita" seguía soltera y se la suponía entera, se acordó en la familia adjudicarle el "susto" a la cuñada que era estéril, ya que no pudo casarse con el escocés porque él ya era casado.

Como sus padres oficiales fallecieron, Borja Mari fue criado en la casa de su "tita" por ella y por Jacinta y, posteriormente, como buen "señorito" se le envió a estudiar a Madrid para hacerle un hombre de provecho.

Borja Mari lo intentó, todo hay que decirlo, pero se encontró con el problema de que le sobraban dos cosas para llevar a cabo su misión: "dinero y libertad", le sobraba dinero porque la "tita" no quería que a su nene le faltara nada y le sobraba libertad porque, una vez fuera de las garras de Jacinta, el pajarito empezó a volar solo y a saborear las mieles de las fiestas y, como estuvo tanto tiempo reprimido, cuando se soltó el pelo estudiar estudiaba lo justito, eso sí, se volvió un "pijo" de cuidado a la vez que descubrió que a él las mujeres ni fú ni fá, vamos que con la "tita" y Jacinta había tenido bastante.

Borja Mari descubrió también aquella noche, por un lapsus de Pepe el notario que había abusado ya del aguardiente, que su "tita" no había sido la santa mujer que él suponía sino que, durante muchos años, tuvo "temita" con Pepe, cuyas frecuentes visitas todo el mundo atribuía a que, aparte de notario, era el administrador de la "tita".

Pepe, con buen criterio y ayudado por lo que se había bebido, consiguió aplacar a Borja Mari diciéndole que al día siguiente, justo después del funeral, procedería a la lectura del testamento, a la que también asistiría el escocés, y que, una vez leído, se le darían todas las explicaciones que necesitara y, para no dar lugar a protestas, se llevó a Borja Mari y al escocés al velatorio.

Aquello fue un desmadre, ese velatorio se iba a recordar en Ricote por muchos años gracias a las comadres que, rosario en mano, ya ni se molestaban en disimular que rezaban, directamente cuchicheaban y miraban al escocés. Algunas no habían conocido varón alguno y, entre la buena planta que tenía el hombre y lo de ir enseñando las rodillas, los abanicos tuvieron que hacer acto de presencia para aplacar los calores de algunas y ellas, expertas en el arte del disimulo, decían de vez en cuando: "Ay, Señor, Señor, no se acaba este año el veranico de los membrillos".

Lo mejor vino cuando "el membrillo", o sea el escocés, se quedó dormido de madrugada en una de las sillas y se le abrió un poquito la falda y mostraba un cacho considerable de muslo, ahí fue cuando ya se desmadraron los abanicos y los cuellos de algunas. D. Antonio, el médico, también presente en el velatorio, sonreía para sus adentros y elucubraba sobre la cantidad de ellas que irían al día siguiente a su consulta aduciendo que les había dado un "mal aire" y les dolía el cuello.

Jacinta, que se había ausentado por un rato a la cocina para reponer el refrigerio y controlar al Juaquinico, entró de nuevo en el salón dónde estaba el féretro y, al ver el espectáculo, se persignó 3 veces seguidas y salió corriendo escaleras arriba a buscar un manto de los de luto para que alguno de los caballeros presentes tapara al escocés. Mientras buscaba el manto, Jacinta, conocedora de la historia del escocés y la "Señorita", casi se explicaba entonces que el "ama", que es como ella la llamaba, hubiera caído en las redes de aquel hombre pues si, con los ochenta años que ella le calculaba, era un hombretón ¿qué no sería de joven?. Por un momento Jacinta se imaginó junto al escocés con un corsé, medias de rejilla y zapatos de tacón como los que, en tiempos, usaba la "señorita" y ella tuvo también que sacar el abanico y, como las otras, pensó para autoabsolverse en lo que duraba ese año el "veranico de los membrillos".

Por fin se dio sepultura a la "Señorita" y Borja Mari, agotado por la noche en vela, las emociones y las interminables condolencias que había recibido se fue a casa para comer, acompañado por Jacinta, Joaquinico y La Pepa, y descansar un poco antes de las 4, hora en la que habían quedado con Pepe para la lectura del testamento de la "tita". Pepe, a instancias de su mujer, que ostentaba el dudoso honor de ser la cotilla mayor del pueblo, había invitado al escocés a comer en su casa y durante la comida asistió al interrogatorio al que la arpía su mujer, utilizándole a él de intérprete, le sometió.

Llegaron las 4 de la tarde y en el despacho de Pepe se reunieron con él Borja Mari, el escocés y Jacinta y, sin más dilación, se produjo a la lectura del testamento. Las disposiciones eran las esperadas y Borja Mari, al comprobar que Pepe no le había engañado en lo de casarse y que, aparte de un legado considerable para Jacinta y un detalle para La Pepa y el Juaquinico y otro para el escocés, a quien dejó el vestido que llevaba cuando "el susto", todo era para él, empezó a suspirar y a respirar tranquilo.

No obstante, aún no había terminado el pobre Borja Mari de empezar a relajarse cuando Pepe anunció: "Hay más, hay un codicilo".

El codicilo, como ya sabemos, decía:

"Yo, María Esperanza Espinosa de los Olivares y Figueroa, en pleno uso de mis facultades mentales, dispongo por el presente codicilo que todos mis bienes deben pasar íntegramente a mi sobrino, D. Borja Mari Espinosa de los Olivares y Pérez de los Cobos.

Para ser beneficiario de ellos, será condición sinequanon que mi sobrino transforme la casa solariega de la Sierra de Ricote en un monasterio, reformando a su costa cuanto fuere necesario para ello y que dedique la huerta, los corrales y montes adyacentes a la casa para uso y disfrute del Monasterio y cuantos religiosos moraren en él".

El pobre Borja Mari, cuando Pepe leyó eso, se quedó tan pasmado que si le pinchan no le sacan sangre. Se había hecho a la idea de venderlo todo e irse a Madrid, lejos de la perpetua mirada de censura de Jacinta y del pervertido del Juaquinico, lejos del olor a cabra, a cochino y a gallina que siempre emanaba este y que sólo conseguía mitigar en su presencia tapándose la nariz con el pañuelo empapado con la esencia del azahar de los limoneros que preparaba La Pepa cuando estaban en flor.

Recuerda el pobrecito las chanzas de Jacinta cuando, hace ya años, vino a pasar el verano y, enviado por la "tita" a darse una vuelta por sus fincas para que los jornaleros se fueran acostumbrando al "amo", se vistió de pies a cabeza con un look de Coronel Tapiocca, sombrero, brújula y navaja suiza incluido, que él se veía "monísimo de la muerte" y de lo más fashion y la muy borde le estropeó el estreno diciéndole que iba "amariconao" y que si se creía que estaba en la selva esa de los leones y que, entre los limoneros que pretendía visitar, el bicho más raro que podía encontrarse era una culebra y que, en caso de encontrarla, se la trajera que ya le haría ella un cocimiento con la piel para llevárselo a Madrid y tomárselo cuando se resfriara.

Ese día Borja Mari tomó conciencia de las veces que, siendo niño y estando resfriado, venía Jacinta a su habitación con un frasco de cristal ámbar sin etiqueta alguna y le hacía tragar cucharadas soperas de un líquido que sabía a rayos, supo en ese momento que lo que le había hecho tragar tantas veces era un cocimiento de piel de culebra y, sin poderlo evitar, le entraron los sudores de la muerte acompañados de unas fuertes náuseas, aún hoy no se explica como ese día fue capaz de salir a inspeccionar las fincas.

Recuerda también el trauma que le provocó el Juaquinico cuando, un día en que Jacinta lo mandó al gallinero a recoger los huevos, lo pilló en actitud más que cariñosa con "Caponata", la gallina que él tenía de mascota. Que se le acabaron las lágrimas llorando de la impresión que se llevó.

De pronto, en la notaría, algo parecido al odio empezó a aflorar en él y se prometió a sí mismo que se las iba a hacer pasar muy "putas" a Jacinta y al Juaquinico y sí, él no tenía más remedio que convertir la casa en monasterio, pero se iba a enterar su "tita", o su "mami" que ya no sabía ni como llamarla, de la idea que él tenía de un monasterio. Por primera vez en su vida, Borja Mari se sintió lleno de energía y con los redaños suficientes, esos que Jacinta decía que no tenía, para tomar las riendas de su vida y demostrarle a los demás quien era el "Señorito".

Borja Mari volvió a casa acompañado del escocés y, dejando a este con un whisky en la sala pequeña, se encerró en el despacho y llamó a Madrid a su amigo Bernardito, decorador de profesión y amigo "íntimo", le contó todos los acontecimientos de los últimos días y, entre los dos, esbozaron un plan y acordaron que al día siguiente Bernardito y su socio Manolito se trasladarían a Ricote para inspeccionar la casa.

Satisfecho con la conversación mantenida con Bernardito y dispuesto a no dejarse pisar por Jacinta, Borja Mari se invistió de autoridad y, entrando en la cocina, le ordenó a Jacinta que preparara una cena consistente para él y el escocés, que el Juaquinico fuera matando un cabrito para asarlo para la comida de mañana porque vendrían invitados y que, de paso, le contara que la "tita" le había dejado en herencia dos cabras y tres gallinas y que podía seguir viviendo en la habitación que tenía al lado de los corrales mientras viviera. También le ordenó que preparara tres dormitorios por tiempo indefinido, uno para el escocés y dos para sus amigos, y que fuera pensando que, hasta nueva orden, serían 4 hombres en casa para comer.

A Jacinta le faltó tiempo para abrir la boca y quejarse de lo indecoroso que ella consideraba recibir visitas con la muerta aún caliente, que qué menos que esperar a la misa de los ocho días y todo lo que se le ocurrió decir. Borja Mari la dejó hablar y, cuando ella terminó de desahogarse, por primera vez en su vida actuó como si fuera el eco, que era el único con narices para replicarle a Jacinta, y le dijo: "Jacinta, aquí el "amo" soy yo y se hace lo que a mí me viene en gana y, si no te conviene, te vas a la casita del pueblo que te ha dejado mi tía en herencia y aquí paz y después gloria".

La Pepa, que también estaba en la cocina y siempre había querido y mimado a Borja Mari como si fuera un hijo, se reía para sus adentros y Jacinta no daba crédito a lo que estaba oyendo pero, en el fondo, muy en el fondo, hasta se sintió orgullosa de Borja Mari y, como siempre, le dio la vuelta a la tortilla y se dijo a sí misma: "mira que si después de más de 30 años que llevo diciéndole que está "amariconao" resulta que he conseguido hacer de él un "hombrecico" de provecho". Así que, consolándose con ese pensamiento y dispuesta a que alguien pagara el pato, se fue a buscar al Juaquinico para decirle lo del cabrito, lo de la herencia, reñirle por todo lo que se le ocurriera y algo más y a restregarle por los "morros" la casica que le había dejado la "señorita" en herencia y a dejarle caer que, de no haber sido por ser un guarro y un descerebrao, hubieran podido tener una vejez muy buena allí junticos los dos.

Por la noche, mientras cenaban, Kenneth, que así se llamaba el escocés, le contó a Borja Mari la historia completa del affaire que mantuvieron "la tita" y él y le informó de que habían mantenido correspondencia durante todo el tiempo y, ocasionalmente, alguna llamada telefónica. También le dijo que tenía una fotografía suya de cada año, las que la "tita" le mandaba hacer cada cumpleaños, y que siempre le quiso aunque nunca pudo ejercer de padre por deseo expreso de la "tita". Ahora acababa de enviudar y, al no tener más descendencia que él, sería también su único heredero. Al oír esto, Borja Mari casi se puso "ñoño", no en vano tenía una sensibilidad muy "femenina" y, levantándose, le dio a su padre un gran abrazo y dijo "daddy" (papi) por primera vez en su vida.

A la mañana siguiente, al bajar a desayunar vestido con un pantalón azul marino y una camisa rosa, Borja Mari le dio el primer disgusto del día a Jacinta, porque ella pensaba que el "señorito" debía guardar luto por lo menos un mes, pero lo de la camisa no fue nada porque, cuando a media mañana vio llegar un deportivo rojo a la casa y se asomó a abrir la puerta, por poco se cae en redondo al ver bajar a Bernardito y Manolito con sus respectivas vestimentas, el primero con un foulard rosa igualico, igualico que uno que tenía la "señorita" y el segundo con un cinturón plateado que parecía la corona de la hija del Remigio que fue "Reina de las fiestas" de la que Jacinta, cuando vio la foto, pensó que era igual de "pendón desorejao" que su madre en sus años mozos.

Una vez presentados Bernardito y Manolito y su "Daddy kenneth", se reunieron los cuatro en torno a un botella de vino tinto de Ricote y unas olivicas, unas tapicas de jamón salado en la casa y un plato de quesico de cabra del que hacía el Juaquinico y trazaron el plan para convertir la casa en un Monasterio, cumpliendo así la última voluntad de la "tita".

Acordaron convertirlo en un hotel restaurante llamado "El Monasterio Rosa", los camareros, camareras y el resto del personal irían vestidos de frailes y monjas, eso sí, en plan fashion y con diseños de Manolito. Con esta estratagema, técnicamente Borja Mari cumplía los deseos de la "tita" puesto que la casa se convertiría en un "monasterio" y la habitarían "religiosos" y, como los menús los harían con productos de la tierra, tanto la huerta como los corrales y el monte donde cazaba el Juaquinico, se dedicarían al servicio del monasterio, ello no obstante, invitaron a comer a Pepe, el notario, y durante la comida le pusieron al corriente de sus planes y consultaron su opinión. Pepe, al que le gustaba la idea de tener un hotelito a su disposición para cubrir cualquier "necesidad", no vio nada que objetar y además, como él mismo dijo ¿quién iba a impugnar el testamento?.

Por la tarde se pusieron manos a la obra y empezaron a llamar a albañiles, pintores, carpinteros y demás profesionales necesarios para convertir la casa en un hotel restaurante que imitara un monasterio.

En general se pusieron de acuerdo con todos rápidamente, aprobaron presupuestos, tiempos de ejecución, etc. pero Borja Mari se encaprichó de uno de sus proveedores, el Sr. García, al que le dio por llamar Garci y por arrimarse más de la cuenta cada vez que revisaban los catálogos de vajillas, maquinaria de cocina, manteles, toallas, ropa de cama y demás. El Sr. García hacía de tripas corazón y se escabullía como podía pero, como buen vendedor que era, al final hizo el agosto con el caprichito de Borja Mari y le vendió lo que necesitaba y algo más.

Los trabajos quedaron terminados en tres meses y la casa, por obra y gracia de la imaginación de Bernardito y Manolito, quedó convertida en un precioso monasterio y, gracias a los consejos del Sr. García, equipada con cuanto adelanto en materia hostelera había pero ocultos o disimulados para que mantuviera un aire monacal.

Durante esos tres meses, Bernardito y Manolito consiguieron lo que parecía imposible, le arrancaron varias sonrisas a Jacinta y, cada vez que se encontraban con ella la besuqueaban y le decían que llevaba un look "divino". La pobre Jacinta ya no sabía si se reían de ella o es que los "sarasas de la capital" que es como ella les llamaba eran así pero, cuando llegó el día de la inauguración, que también era el primero en el que ella iba a dormir en su casica, y Miguelito le regaló un vestido, unos zapatos, un chal y un collar para que se los pusiera para la recepción que iba a tener lugar esa noche, refunfuñando que no sabía ella si se iba a quitar el luto por el capricho de un sarasa y demás, se le escapó una lagrimita y es que Jacinta, en el fondo, era humana y, al probarse la ropa, se sintió como "la collares", que era la idea que la pobre tenía de la elegancia.

La recepción, ¿cómo no?, fue un éxito y a la mañana siguiente hasta la prensa regional se hizo eco la inauguración del "Monasterio Rosa". Asistieron a ella como invitados de honor los "Pitufos blogueros", ellas, divinas y derrochando belleza y elegancia, dejaron embobados a todos los señores asistentes y ellos, de smoking y muy guapos, se pasaron la noche detrás de Jacinta. Qué espectáculo ver a Salvax, Manasés y Alejandro revoloteando a su alrededor y ofreciéndole copas de vino y cava sin parar. Disputaban los tres su conversación, atraídos sin duda por el "encanto" de lo rural, y uno no dejaba de "cuellear" tratando de adivinar a través del escote si Jacinta llevaba el body negro que él imaginó un día y del que dejó constancia por escrito en un comentario, porque las medias de rejilla, el látigo y el tacón de infarto no los llevaba pero ¿escondería algo en su interior?.

El Juaquinico siguió ocupándose de las cabras, cochinos y gallinas porque en el restaurante se iban a servir productos de la tierra y Borja Mari, que en el fondo quería a Jacinta, lo mandaba a su nueva casa cada dos dias a llevarle huevos, leche fresca y carne. Uno de esos días Jacinta le dijo:.., pero no, lo que le dijo Jacinta al Juaquinico igual es otra historia, porque la del Monasterio Rosa acaba aquí.

1 comentario:

Mayte® dijo...

jajajajajajajaaaaaaaa
vaya tela con el cortijo
jajajajaja

Gracias niña. Esto que has hecho para que me ría un rato te lo agradezco en el alma.

Es graciosísima la historiaaaa

Besitossss

Callad, por Dios, ¡Oh buñuelo!.

(La foto es de otro día, los de hoy los haré esta tarde que no me ha dado tiempo) Callad, por Dios, ¡oh buñuelo! Que no podré resisti...