19 de junio de 2010

CUENTO


Aliseda Castillo hacía más de ciento veinte años que estaba muerta. Sin embargo, yo, Aliseda también, jugaba con ella cada tarde a la sombra del castaño que mi abuela plantó con sus propias manos el mismo día en que nació su primer hijo. Y es que, en mi familia hace más de un siglo que cumplimos, con obligatoriedad pasmosa, la tradición que inauguró aquella primera Aliseda de plantar un castaño cada vez que una mujer alumbra un hijo varón y bautizar con ese hermoso nombre a las hembras. De una y otra forma se cumple el sortilegio de proteger la estirpe vaya donde vaya, de engendrar con el mayor de los gozos y de parir sin dolor. Cuando mi madre me vio aquella tarde mirando unos ojos que nadie más podía ver, supo, perfectamente, que yo no estaba loca. Una ráfaga de luz melancólica iluminó su rostro. La mágica y vieja historia, como ha venido ocurriendo generación tras generación, volvía a repetirse. Gracias a Dios. Aliseda Castillo sólo se manifestaba ante las mujeres de la familia que se llamaban como ella. Mi madre anteriormente y mi abuela, muchos años atrás, también habían jugado con su espíritu, errante y por fin sosegado, a la sombra de árboles sinónimos que otras madres primerizas plantaron con sus propias manos. La mía, por esa razón, cuando supo que había parido una niña no dudó ni un instante en ponerme su nombre.
Sabía, por experiencia, que su aroma lleno de embrujo y tristeza, de añoranza y evocación, desaparecería de mi mundo justo en el momento en que los primeros síntomas de una pubertad incipiente alborotaran mi cuerpo y estaba completamente segura de que yo, igual que ellas antes, no querría perderme algo así ni privar a mi futura hija del regocijo de encontrarla. No debía de tener más de tres años cuando empecé a hablar con ella de manera física, emitiendo palabras, pero los primeros recuerdos de Aliseda que habitan mi memoria danzando por ella como de puntillas son, sin duda, muy anteriores; tanto que, al principio, me costaba diferenciar quién era mi madre: si aquella que acudía cuando lloraba o tenía miedo o aquella cuya imagen, perenne como la sombra del castaño, se asomaba a mi cuna sin que nadie más pudiera verla y que todos presentían como algo misterioso que nunca dejó de estar allí. Más tarde, en un momento de iluminación espontánea lo vi claro. ¡ Tan claro! Aquella que podía tocar, de pelo negro y voz azucarada, que me protegía con embeleso, era mi madre; aquella otra de pelo negro y voz azucarada, que traspasaba con mis manos cuando quería acariciarla era Aliseda Castillo. La primera Aliseda de nuestra historia. Entonces, claro está, yo no sabía como se llamaba. Pero tampoco era necesario que la invocara porque siempre estaba allí, joven y hermosa, con sus ojos verdes llenos del olor de las naranjas amargas. Sus manos, cálidas, me arropaban, entre sueños, en las noches azul añil de inviernos interminables cuando la escarcha cubría los cristales de mi ventana y no me dejaba ver nada. Ven, tesoro, deja que te abrigue. ¿No hace frío en esta casa? Sus manos, enérgicas, empujaban sin cansancio el columpio del jardín tan alto, tan alto, que era capaz de rozar las nubes con los dedos invisibles de mis pies. Arriba, mi niña, arriba. Siente cómo te acurrucas entre los rayos de sol. Y sus manos, etéreas cuando trenzaban mis cabellos, prendían cientos de estrellas malvas en ellos que sólo yo era capaz de ver. ¿Ves? Te dije que serías mágica como la luna. No te engañé. Aliseda fue mi primer juguete y mi primera amiga. El primer roce y el primer susurro. Un olor y unos ojos. Un rastro inalterable de nubes enteras de algodón de azúcar. Aliseda me abrazó cuando murió mi abuela y descubrió que mi desconsuelo no tenía alivio; secó con suspiros y bocanadas de su aliento mis lágrimas interminables y cerró las cortinas para que pudiera recordarla desde el mismo momento en que me ayudó a nacer. Siempre es grato que alguien te enseñe a evitar el olvido. Me aleccionó durante días para que aprendiera a diferenciar la salvia, el brezo, la jara y la manzanilla y a despertar con una sonrisa en los labios aunque no tuviera ganas de sonreír. Me hizo saber que la eternidad existe, que no tiene fin y que puedo tocarla con sólo extender los dedos. Me ayudó a soñar sin dormir y a rezar al dios de las cosas hermosas. Y todo eso ya lo había hecho antes con otras muchas Alisedas que habían perdido a sus abuelas, no sabían diferenciar la salvia del brezo, la jara o la manzanilla y todavía no habían aprendido a sonreír.
La historia de Aliseda Castillo llegó a mis entendederas como un cuento que el viento traía a mis oídos y del que ya nadie sabía qué parte era realidad y cual provenía directamente del sueño y la leyenda. Dicen que cuando Aliseda se reía podían observarse cientos de estrellas que llovían a su alrededor y eso aunque fuera completamente de día. Los pájaros trinaban en ese instante con despilfarro y el ruido, entonces, se hacía insoportable. Los perros, las vacas y las gallinas se alborotaban como si un relámpago blanco y fulminante les entrara por la boca. Las flores se abrían al mismo compás que ella sonreía y desparramaban por doquier una mezcla de aromas que hacían de respirar un prodigio y, una brisa fresca que todo lo cubría, forzaba sonrisas en labios acartonados que siempre parecían, de cansados, resistirse. Los hombres entraban en celo y, con las faldas remangadas las mujeres corrían a recostarse sobre sus camas esperando encendidas el furor de mazazos interminables.Cuando Aliseda se reía se paraba el mundo y tras un instante de pausa empezaba a girar en sentido contrario. Pero, el mundo se paraba también cuando ella lloraba. Entonces, una nube negra de polvo denso avanzaba en la dirección de sus lágrimas y la envolvía haciéndola desaparecer de la vista. El cielo dejaba de respirar y espinas del grosor de un dedo asomaban enfurecidas en los tallos de los arbustos y en el tronco de los árboles, el viento gemía angustiado al pasar por los resquicios de las ventanas y un intenso olor a azufre lo envolvía todo; en ese momento el mundo se paraba y no volvía a girar, ni al derecho ni al revés, hasta que Aliseda dejaba de llorar.Cuando corría, dicen, parecía que no posara sus pies sobre el suelo. Lo hacía descalza para sentir el frescor de la hierba que subía por sus venas sustituyendo a la sangre y, si la tocabas inmediatamente después, estaba fría como un muerto. Sin embargo cuando se metía desnuda en el grueso del río el agua helada se templaba hasta alcanzar los grados exactos de temperatura que llevaba dentro y un vapor tupido y blanquecino formaba remolinos alrededor de su pelo negro y ensortijado tapando su cuerpo hasta que llegaba, sin rubor, a donde había dejado su ropa momentos antes. Aliseda leía el futuro en la forma que adquirían en su fluir las nubes en el cielo y en el movimiento de las hojas de los árboles que hablaban sólo para ella; era capaz de entrar en trance cada vez que le apetecía y de parlamentar con los muertos y ni aún así daba miedo. Aunque, eso sí, siempre contaban que un escalofrío denso te recorría la espina vertebral cuando ella aparecía y esa sensación no se apartaba de tus vellos en punta hasta que doblaba la esquina. Era un sentimiento como de trascendencia que lo impregnaba todo pero que, sin embargo no resultaba molesto. Así era Aliseda y así lo aceptaba todo el mundo. Formaba parte de un orden superior, como el bien y el mal, como el zumbido de los moscardones o la picadura de las avispas, como el rumor del agua que choca contra la pila de la fuente y como el sabor ácido de los limones.Aliseda, dicen, guardaba el orbe en sí misma; el negro de la noche dentro de su pelo; el verde de las hojas húmedas en el interior de sus ojos, el dulce de las fresas maduras en su boca angulosa y el ruido del mar en sus entrañas abiertas. Y, por si fuera poco, era capaz de recordarlo todo desde el mismo momento en que fue engendrada.Dicen también que Aliseda bailó desnuda a la luz de la luna llena, en invierno y en verano, rogando al dios de las cosas hermosas que le concediera el don de conocer un amor que hiciera explotar sus sentidos. Un amor que la hiciera vivir en el cielo de día y de noche, que la adivinara antes de llegar, que se convirtiera en beso ansioso y arañazo de fuego, una piel de la que beber y una boca en la que perderse, alguien que provocara en su cuerpo lo que la mente no dejaba de sentir. Y cuentan que un día el dios de las cosas hermosas entró en forma de viento gélido por su ventana y le habló prometiendo concederle aquello que, con tanto ahínco, había estado pidiendo. Pero, siendo un dios, bocanada gélida y un mar de envidia por no poder sentir lo que Aliseda sentiría, impuso una condición. Fatídica condición. Sólo tendría mil días para gozar de ese amor. Aliseda aceptó. Su espíritu de colores prefería amar con locura y perder, a no amar nunca. Cuentan que aquellos fueron los mil días más hermosos que se recuerdan en la historia del planeta. Durante este tiempo no hizo ni frío ni calor, el sol y la luna brillaron juntos en el firmamento, los peces salieron del agua y caminaron con el aliento de los amantes, los hombres fueron capaces de volar y las mujeres estériles parieron decenas de hijos, los cobardes lucharon contra los titanes a quienes derrotaron sin esfuerzo y un aroma a salvia, brezo, jara y manzanilla se esparció como polvo de estrellas ciegas de uno a otro confín de la Tierra y aún más allá, traspasando el infinito y llegando a todos los astros del sistema solar que, al inspirar ese aroma, supieron que Aliseda Castillo estaba amando como nunca nadie había amado y posiblemente nunca nadie volvería a amar. Destrozaron sus labios de tanto besarse, detuvieron el tiempo y lograron que el mundo girara al revés de continuo. Tanto era lo que Aliseda sonreía. No usaron durante mil días más atuendo que la piel y el sudor del otro y no se abandonaban por miedo a perderse. Sus caricias estremecían la piel de las frutas y las sábanas olían siempre a frío y a sal marina. Cuando Aliseda abría los ojos después del placer siempre encontraba el amor en aquellos otros ojos y cuando cerraba los suyos antes de volver a ser amada, el cosmos terminaba allí. Cuando ya faltaban pocos días para que se cumplieran los mil, la tristeza se apoderó de Aliseda que no quería volver al olvido del desamor después de haber estallado en luz como fuegos de artificio. Volvió a danzar bajo la luna llena suplicando a su pequeño dios que no le arrebatase lo que más quería. Pero nadie la escuchó. Y es que cuando en su cielo, los dioses dicen su última palabra no hay bien humano que consiga modificar su opinión. Al amanecer del primer día de la que sería una nueva era para Aliseda, encontró sin vida el cuerpo de aquel que la hizo soñar.Con sus uñas arañó la tierra y allí, entre salvia, brezo, jara y manzanilla, lo enterró para siempre. Con él también enterraba su alma entera. Dicen que durante tres interminables jornadas ríos de lágrimas fluyeron de sus ojos inundándolo todo. La noche se juntó con el día y nevó con un calor sofocante y bochornoso. Los peces volvieron a los ríos y los hombres jamás volvieron a volar; las mujeres volvieron a ser estériles y los cobardes, cobardes hasta el fin. Dicen también que Aliseda, desnuda y arrodillada sobre la tierra pidió mil veces la muerte, una por cada día de amor desbocado que había vivido, y que sus susurros enloquecidos pudieron escucharse en las antípodas de su jardín y que en tan poco tiempo germinó un castaño que, por un extraño sortilegio, en sólo algunos segundos se hizo amplio y frondoso como si tuviera cien años. Durante esos tres días el mundo lloró con Aliseda y, fue tanto su desconsuelo, que, en la noche del último día, el dios de las cosas hermosas se apiadó de ella y del mundo, abocado, si no ponía fin a aquella tristeza, a la desaparición, haciendo crecer en su vientre estrellado la semilla de un amor que no tendría fin.Aliseda parió a los pies del castaño, en noche de luna llena y ella sola, sin dolor, dos hijos al mismo tiempo, un varón sólido y rotundo como su padre y una hembra de ojos verdes a la que llamó Aliseda. Cuando nacieron el mundo entero lo supo. La tierra tembló, los árboles se cubrieron de flores blancas y aunque era de noche cerrada un arco-iris multicolor se dibujó sobre la línea del horizonte y en el momento en que rompieron a llorar, media hora más tarde, todos los niños del mundo lloraron al unísono. Y no dejaba de oler a menta. Y así empezó todo. Dejé de ver a Aliseda Castillo cuando las mariposas amarillas se hospedaron en mi estómago, cuando las noches dejaron de darme miedo y el castaño del jardín floreció aquel otoño, después de muchos años en los que había estado adormecido. Sin embargo creo que Aliseda Castillo, la primera Aliseda, vive dentro de mí, porque desde hace algún tiempo, yo también bailo desnuda a la luz de la luna llena, suplicando al dios de las cosas hermosas que me otorgue el bien divino de vivir un amor sin medida que huela a salvia, brezo, jara y manzanilla.

9 comentarios:

Mayte® dijo...

Eres tan bueno escribiendo, que me da apuro, incluso comentarte.

Gracias por compartir.

Un beso

Scarlet2807 dijo...

Yo sí quiero comentarte, en realidad, más que comentarte, quiero preguntarte, ¿puedo?
Primero, preguntarte si has publicado algo, si es así quiero que me lo digas.
¿Sabes?, en tus cuentos tienes un estilo muy parecido a una compatriota mía Isabel Allende, a la cúal admiro mucho, para mí ella es la reina del "realismo mágico", hay muchos más, pero sin duda, es mi preferida, y no porque seamos compatriotas , eh???
Bueno, me estoy alargando mucho...
Solo una véz más decirte que me encanta como escribes, lo disfruto .

Un beso, Scarlet2807

Prólogo dijo...

Sí. Hace muchos años publiqué cosas en una revista. Tenía entonces 18 años. Demasiado pocos. Era una revista de fotografía cuyos ejemplares perdí en algún cambio de domicilio. Ni siquiera me he molestado en recuprarlas porque tampoco merecína mucho la pena. No he vuelto a publicar nada ni he pensado, siquiera, en eso. Isabel Allende, me encanta. He leído todo de ella incluída su última novela "La isla bajo el mar" Una de las historias de amor más bonitas que he leído.
Un beso

Scarlet2807 dijo...

Pues deberías pensrtelo seriamente, si publicaras algo, yo sería una de las primeras en comprarlo ...
¿Lo sabes , verdad?

Un beso, Scarlet2807

* Inés * dijo...

Prólogo, escribes tan deliciosamente que enganchas. Hilas tan bien las frases que las bordas, en el tapiz soberbio de tus recuerdos.
Es de lo mejor que he leído de tí.

¿Sabías que I. Allende es una de mis favoritas?.
Tuvo mucha que ver en la faceta oculta de Inesperada, en su día y empecé a escribir, inspirándome en su destreza.
Me ha encantado tanto que, releer es descubrir más la magia de tus letras, en mi lectura.

Gracias, siempre, ya lo sabes.

Carmen dijo...

¿Os habéis puesto de acuerdo Fibonacci y tú para escribir sobre apariciones?.

Muy bueno tu cuento, increiblemente bueno.

Un beso

Anónimo dijo...

Prólogo, si el precio que hay que pagar para leer esta maravilla es que tardas bastante tiempo en hacerlo, puedes tomarte los días que necesites. La calidad de lo que escribes nos compensará la espera.
Una maravilla es este cuento.

Alejandro dijo...

Muy bueno.

Un saludo

D'MARIE dijo...

Una maravilla de verdad,es increible la capacidad de expresion que tenes,.,Felicitaciones!!
Besis

Callad, por Dios, ¡Oh buñuelo!.

(La foto es de otro día, los de hoy los haré esta tarde que no me ha dado tiempo) Callad, por Dios, ¡oh buñuelo! Que no podré resisti...