Anoche tuve un sueño, mi vida, viajaba por la máquina del tiempo al año 258 e.c y te ví allí, mi Reina, la reina guerrera de Palmira, la reina de Siria, eras morena, tu dentadura era perlada y blanquísima, flechaban tus ojos grandes y negros ardores entrañables, templados con halagüeño embeleso. Era tu voz clara y armoniosa y tu entendimiento varonil engalanado, fortalecido con el estudio. Versada en la lengua latina, dominabas igualmente y con cabal perfección el griego, el siriaco y el egipcio.
Y ahí estaba yo, tu esposo, el noble palmireno Odenato, recompensado con el rango de cónsul de Roma en el año 258 E.C. por mi victoriosa campaña contra los persas en beneficio del Imperio romano. Dos años después, el emperador romano Galieno me otorgó el título de corrector totius Orientis (jefe de todo el Oriente), en reconocimiento por mi victoria sobre el rey persa Sapor. Con el tiempo yo, Odenato, me proclamé “rey de reyes” pero mis triunfos sólo se pueden atribuir a tu valor y tu cordura, mi amada Zenobia.
En el año 267, mi vida, cuando me hallaba en la cúspide del poder, yo, Odenato, fui asesinado junto con uno de nuestros hijos . Tu ahora mi Reina Zenobia tomaste mi puesto, el puesto de tu esposo, pues nuestro hijo menor todavía era muy joven. Mujer bella donde las haya mi reina, buena administradora y versada en varios idiomas que, además, estabas habituada a salir de campaña con tu amado esposo, lograste ganarte el respeto y el apoyo de tus súbditos. Amante del saber, te rodeabas de intelectuales. Uno de tus consejeros fue el filósofo y retórico Casio Longino, de quien se decía que era “una biblioteca viviente y un museo andante”. Durante los cinco años posteriores a mi muerte tú, mi reina Zenobia, lograste que tu pueblo te viera como la señora del Oriente.
Tú, la señora de Siria, por tu parte eras una monarca absoluta bien asentada en tu reino. Se presentó la oportunidad, mi amada Zenobia, de extender tus dominios reales y así, en 269, cuando en Egipto se alzó un aspirante al trono de Roma, tu ejército, mi vida, marchó rápidamente a esa tierra, aplastando al rebelde y te apoderaste del país. Fue entonces cuando te proclamaste reina de Egipto y llegaron a acuñarse monedas con tu nombre. Tu reino se extendía entonces desde el Nilo hasta el Éufrates.
Tú, mí amada Zenobia, fortificaste y embelleciste la capital, Palmira, hasta tal grado que rivalizabas con las mayores ciudades del mundo romano. La ciudad estaba llena de espléndidos edificios públicos, templos, jardines, columnas y monumentos, y la rodeaban unas murallas que, según se decía, tenían una longitud de 21 kilómetros. Flanqueaban la avenida principal hileras de columnas corintias de más de 15 metros de altura, unas mil quinientas en total. Abundaban las estatuas y los bustos de héroes y benefactores ricos. En el año 271, fue entonces mi amada Zenobia, erigiste unas estatuas de ti misma y de tu amado esposo.
Aunque tu personalidad llamativa te granjeó la admiración de muchas personas, de mayor relevancia fue tu sencillez al tratar con el pueblo y el respeto que sentías por tus enemigos, pero sobre todo sobresalía tu amor, el amor que seguías sintiendo por mi, tu amado esposo Odenato.
De pronto, me desperté del sueño y ahí estabas tú a mi lado, mi reina, la mujer a la que amo y con la que quiero compartir toda mi vida.
Y ahí estaba yo, tu esposo, el noble palmireno Odenato, recompensado con el rango de cónsul de Roma en el año 258 E.C. por mi victoriosa campaña contra los persas en beneficio del Imperio romano. Dos años después, el emperador romano Galieno me otorgó el título de corrector totius Orientis (jefe de todo el Oriente), en reconocimiento por mi victoria sobre el rey persa Sapor. Con el tiempo yo, Odenato, me proclamé “rey de reyes” pero mis triunfos sólo se pueden atribuir a tu valor y tu cordura, mi amada Zenobia.
En el año 267, mi vida, cuando me hallaba en la cúspide del poder, yo, Odenato, fui asesinado junto con uno de nuestros hijos . Tu ahora mi Reina Zenobia tomaste mi puesto, el puesto de tu esposo, pues nuestro hijo menor todavía era muy joven. Mujer bella donde las haya mi reina, buena administradora y versada en varios idiomas que, además, estabas habituada a salir de campaña con tu amado esposo, lograste ganarte el respeto y el apoyo de tus súbditos. Amante del saber, te rodeabas de intelectuales. Uno de tus consejeros fue el filósofo y retórico Casio Longino, de quien se decía que era “una biblioteca viviente y un museo andante”. Durante los cinco años posteriores a mi muerte tú, mi reina Zenobia, lograste que tu pueblo te viera como la señora del Oriente.
Tú, la señora de Siria, por tu parte eras una monarca absoluta bien asentada en tu reino. Se presentó la oportunidad, mi amada Zenobia, de extender tus dominios reales y así, en 269, cuando en Egipto se alzó un aspirante al trono de Roma, tu ejército, mi vida, marchó rápidamente a esa tierra, aplastando al rebelde y te apoderaste del país. Fue entonces cuando te proclamaste reina de Egipto y llegaron a acuñarse monedas con tu nombre. Tu reino se extendía entonces desde el Nilo hasta el Éufrates.
Tú, mí amada Zenobia, fortificaste y embelleciste la capital, Palmira, hasta tal grado que rivalizabas con las mayores ciudades del mundo romano. La ciudad estaba llena de espléndidos edificios públicos, templos, jardines, columnas y monumentos, y la rodeaban unas murallas que, según se decía, tenían una longitud de 21 kilómetros. Flanqueaban la avenida principal hileras de columnas corintias de más de 15 metros de altura, unas mil quinientas en total. Abundaban las estatuas y los bustos de héroes y benefactores ricos. En el año 271, fue entonces mi amada Zenobia, erigiste unas estatuas de ti misma y de tu amado esposo.
Aunque tu personalidad llamativa te granjeó la admiración de muchas personas, de mayor relevancia fue tu sencillez al tratar con el pueblo y el respeto que sentías por tus enemigos, pero sobre todo sobresalía tu amor, el amor que seguías sintiendo por mi, tu amado esposo Odenato.
De pronto, me desperté del sueño y ahí estabas tú a mi lado, mi reina, la mujer a la que amo y con la que quiero compartir toda mi vida.
7 comentarios:
Un deleite leerte.
Casi se puede llegar a visionar las imagenes con la lectura.
Zenobia,mujer de armas tomar ...mujer para soñar, pero me quedo con el final de la historia ,ese despertar y estar junto a la verdadera "reina" de tu corazòn ,con la que quieres compartir tu vida ,ella si que es la verdadera mujer afortunada .
Besoss.
Perfecta combinación de historia y sueño, de amor y ternura.
Siempre me gusta como escribes pero cuando sacas esta faceta tuya romántica y, además, aderezada con la historia que es tu fuerte, es que me encantas, sinceramente no puedo leerlo una sola vez.
El final precioso, porque es constatar que tu realidad supera a tu sueño y eso no lo tiene todo el mundo.
Una vez más, te digo que tu mujer tiene que sentirse muy orgullosa de ti.
Besos
Me ha encantado este relato con su mezcla de realidad y fantasía. ¿Conoces el blog de Isabel Romana? Es de este estilo y la verdad es que os dejáis leer con verdadero deleite. Enhorabuena. Si te interesa, te enviaré el enlace porque ahora no lo recuerdo.
Saludos, Carmen.
Coincido con María, en este escrito en el que manejas un idilio histórico y lo comparas con una amada, le confieres un matiz romántico, sin dejar de lado los datos reales de la historia.
Más escritos de amor y sentimientos, que intuyo yo que se te deben dar muy bien.
Me ha gustado mucho, un abrazo.
Desconocía esta parte de la Historia, que tu nos muestras con tu buen hacer. Mezca de realidad y ficción, de tu mano nos acercas a personajes históricos. Gracias por compartir. Un saludo
Muchas gracias Manases por deleitarnos con tan fenomenal escrito en el que entremezclas amor, historia, pasión, sueños... sueños que se hacen realidad.
¡Felicidades!
Con todo cariño, Rosa.
Exelente!! digno de leer,formando lo que escribes en una dimension extraordinaria..me encanto..!!Me encantoo!!Besis
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